La historia comienza cuando una niña se lleva al oído una caracola de mar. Está vacía aun conteniendo un eco. Una latencia que solo podemos asemejar al tiempo, pues atrapa voces humanas, el murmullo de la naturaleza y una sugerencia de aquello que ocurrirá cuando nos hayamos ido. Es una de las imágenes que nos propone Patti Smith en Correspondences, la performance poética y de arte sonoro que ha traído a Bogotá con Soundwalk Collective. Un proyecto que incluye un show en vivo y una muestra que completan lo que podríamos describir como una memoria metafísica de Patti Smith ante un horizonte que se expande a ambos lados de su obra. Cincuenta años que son un largo tañir. Su arte, siempre más acá y más allá de lo poético en lo pop, ha discurrido del simbolismo a una ritualidad filtrada por el mito del rock, adquiriendo en ese tránsito un lenguaje de imperecedera vanguardia. En Correspondences encontramos una potencia propia, que integra la visceralidad arquetípica al hacer de Patti Smith con la voluntad de inscribirse en una tradición mayor. Tal vez una sacralidad posmoderna vuelta hacia lo natural. Un continuo escalar desde sus días en East Village. Entonces, los pares que Patti Smith buscó en el rock fueron Bob Dylan, Jim Morrison y Lou Reed. En el presente que nos enseña Correspondences, ella pretende dialogar con Euripides, Andrei Rublev y Pasolini. Así se expande su genealogía.
En la década pasada, Patti Smith solía cerrar sus conciertos con un cover de ‘After the gold rush’. Cuidándose de actualizar al siglo XXI el viejo tema de Neil Young, esa iluminación de la continuidad humana más allá de un amenazado planeta, le permitía resaltar el recrudecimiento de la crisis ambiental. Hoy que el cataclismo es una noticia que ignoramos abrumados por otras formas de ansiedad, es lógico que el eje de las meditaciones de Patti Smith se encolumne allí. Uno de los momentos más intensos de Correspondences tiene a la poetisa narrando cómo transformamos el mar en un manto de horror y ruido, salpicado por codicia, arrancándoles las entrañas a los peces por un poco de petróleo. No hay escapatoria. Las llamaradas se extienden sobre el agua y la lluvia arrastra la enorme capacidad del hombre para asegurar su destrucción.
No es tanto un asunto de proselitismo o desesperanza tópicos. En plena búsqueda, Patti Smith hurga en el oleaje del Mar Negro, que recibió los sollozos de Medea, y en los glaciares que brillan antes de desaparecer. Así intenta entender qué podrá hacer ella cuando se haya desvanecido de una y mil maneras. Garantizada cierta posteridad, no hay otro legado que interese más que esta misión. Piensa en el artista indignado contra el mundo que fue Pier Paolo Pasolini. A lo mejor la sensibilidad de la estadounidense cortocircuita un tanto con la del italiano, más próxima a los Coil que le rindieron en su momento un homenaje, si bien Smith consigue entenderse con el cineasta en la convergencia de sus lecturas revolucionarias del Cristo. Por cierto, un personaje, como Pasolini, martirizado. ¿Para qué? Un alma hecha solo de lágrimas nadie la puede soportar. Terminas ahogándote. Es lo que concluye el cineasta italiano en la voz de Patti Smith.
Por supuesto, las dudas asaltaron incluso al Mesías, ¿Cómo no a un pobre monje ruso? ¿O a una chica de Nueva York? La piedra de toque en Correspondences se halla en una pieza dedicada al iconógrafo medieval Andrei Rublev. El artista había nacido en una Rusia al borde del fin del mundo. Tocado por un talento sin par, Andrei Rublev se rehusaba a usarlo, rogando que sus avatares monacales lo alejasen de semejante suplicio. Habría quizás vanidad en intentar retratar a Dios, los ángeles y los santos. Sería mejor dejar las paredes de la iglesia en cal. Impolutas. Patti Smith se reconoce en aquel pintor que, agotado, suplicaba a su padre le dejase ser un simple vagabundo. Llevar una existencia en la que no tuviese que sufrir esa mirada que se vuelve al interior. Prefiriendo el silencio, Andrei Rublev se subleva y emprende un viaje por su país. Así da con el joven Borishka. Un príncipe ha levantado una iglesia y necesita una campana, por lo que le manda llamar. No sabe que el experto fundidor era el padre de Borishka, hace poco fallecido. El joven jamás ha hecho algo parecido. En un trance, sabiendo que si la campana falla le costará la vida, Borishka se entrega a una fuerza superior. Tanto ocurre en la película que Tarkovsky le dedicó a Andrei Rublev. En Correspondences, Patti Smith hace hablar a la naturaleza por medio de Borishka. Has nacido y no podrás negarlo más, sentencia contemplando a un Andrei Rublev que es también ella misma. El sonido de esa campana le dará esperanza a los demás, añade. Allí comprendemos que la responsabilidad del artista con sus dones es inmensa. Y Andrei Rublev pinta. Y Patti Smith actúa entre las montañas colombianas cuando el Mediterráneo se encuentra bajo lenguas de fuego.
Contemplando la naturaleza, violenta y permanente incluso ante la enorme crisis del ahora, Patti Smith se percata de todas nuestras fragilidades. Aquel umbral ya lo cruzó en ‘Birdland’, en sus veinte. Bien entrados los setenta, acompaña a un Pasolini que abandona su cuerpo entre espuma marina y cascarones de piel que pesan demasiado para flotar. Si en ‘Birdland’ el llanto iridiscente de los deudos era un ancla poderosa, hoy Patti Smith decide seguir a Pasolini. Juntos vamos a un más allá que parece tener algo de techno y otro poco de película underground de finales de los setenta. Quizás es una finta. Luego de verter su sangre en las paredes de la iglesia, Andrei Rublev no se va a ninguna parte. Tampoco los delfines cuyos cráneos estallan de lo desesperados que están al no poder encontrar su hogar en un mar profanado. Un rastro permanece. El mismo Pasolini continúa filmando sin un cuerpo. Patti Smith nos quiere dejar la claridad. El cierre de la performance vendrá con una ‘Wing’ con la voz rota por los trajines. Y escuchamos aquel inefable sonido. Mitad despedida y mitad bendición. Petrarca subió a una montaña apenas para conmoverse. Patti Smith continúa remontando el pedrusco como si pudiera conquistarlo cada noche. Desde el pico alcanza a ver lo que nadie más. Lo que nos puede contar no cabe en un mensaje sencillo. No hay otra manera. En un momento al inicio de Correspondences ella reparó en el canto de las aves que sobrevuelan el desastre de Chernobyl. De las notas que lanzaban al viento brotaba la nada. No un vacío, la honda infinitud de una caracola de mar. La certeza que tiene el artesano cuando lleva el metal al fuego y lo vierte en la entraña de la tierra, convencido de que la campana seguirá sonando así quede nadie para escucharla.