Bob Dylan - Rough and Rowdy Ways (2020)
Una reseña del último disco de Bob Dylan. El epitafio de una época, el responso del Rey de Romanos y la maldición de no morir.
Bob Dylan comenzó su carrera escribiendo su propio mito, en las huellas de Woody Guthrie, mientras se cristalizaba a su alrededor el cambio de una época. En Rough and Rowdy Ways, regresa para escribir ese mito una vez más, aunque ahora en la forma de un obituario. Sabemos que desde Time Out of Mind (1997) cada disco del de Minnesota se ha interpretado como un despacho crepuscular. Por supuesto, esas interpretaciones solo sirven para espolearlo en dirección contraria. Su anterior LP de música original, Tempest de 2012, encontró a críticos y a dylanitas invocando al último Shakespeare, con el motivo del paralelismo que ofrecía el título de su trabajo final. En una finta característica, el lanzamiento precedió el periodo más prolífico de Dylan en mucho tiempo, con una seguidilla de discos en los que amagó con reinventarse en la interpretación del Great American Songbook, recreándose en el pasado y la que se supone su limitación mayor.
Sin embargo, en Rough and Rowdy Ways la textura terminal registra de forma diferente. Quizás más cerca de ese artista que en las entrevistas se muestra interpelado por el fin del género humano, antes que el viejo pistolero o el artesano que ha pasado un día demás en su empleo. No en vano los primeros versos insisten en la continuidad de la muerte como única certeza en el tiempo humano. Dylan tiene que estar al tanto de las obras finales de Bowie y Cohen, una consciencia que refuerza esa apertura fatalista, en “I contain multitudes”, o las aparentes entregas a la quietud infinita de “I’ve made up my mind to give myself to you” o “Mother of the muses”. Lo cierto es que Bob Dylan no está ni más vivo ni más muerto que ellos. Componiendo desde un punto en el que nada que haga va a cambiar la historia de ese Bob Dylan que ya existe en los panteones, y cuyo último hito podría ser el Nobel, el músico aborda sus canciones desde la fragilidad de sus huesos, como los fantasmas de la historia, reconociendo que si escribe su final también lo hace sobre el desenlace de algo que lo supera. Cuando dice que no consigue recordar cuándo nació o cuándo murió, podría estar hablando de todo lo que le va a tocar amortajar. Hay un solo Rey de Romanos y su muerte involucra mucho más que un responso.
Es por esto que nos parece que las letras de Rough and Rowdy Ways meditan más que sobre el final de una carrera o de una trayectoria personal. No es la gran performance de Blackstar (2016) ni la plegaria de You Wanted it Darker (2016). En las canciones de este disco la memoria personal y la memoria del texto se funden. En los versos se disuelve la persona, la época, el personaje, la obra, el pasado y el futuro, la historia pop del Siglo XX y una historia tan antigua como Juvenal o las Cruzadas. Los tapices de tiempos y ficciones que confluyen en la obra de Bob Dylan son ese río que el músico usa como imagen en algunos momentos del álbum. Entendiendo que cuando se refiere a sí mismo, su música, influencias o herencias, trata con una materia como la que hay en Poe, Whitman, Rimbaud, Leadbelly o Jimmy Reed, Dylan escribe en Rough and Rowdy Ways el testamento cultural de una época.
Lo que encontramos en el disco no son las canciones pop de Hammerstein & Rodgers, Berlin o Mercer, cuya factura maravilló a Dylan durante la década pasada. Tampoco las reconfiguraciones de blues, rock’n’roll y música tradicional que marcaron su obra en este milenio. El álbum entero parece perfeccionar, más bien, una forma que Dylan lleva explorando seis décadas. Esa canción ambulatoria, dromomaníaca que reveló por primera vez en “A hard rain’s a-gonna fall”. Sí, una composición apocalíptica, con cierta ansiedad por el presente, que se diferencia de las de este disco no por lo juvenil o místico, sino porque las de ese veinteañero Dylan eran imaginaciones de lo que vería. En Rough and Rowdy Ways el peso de la experiencia no requiere poiesis. El músico se ha ganado que, con decir en “Black rider”, “You’ve seen it all”, baste para entenderle. Otras precursoras se hallan en “Highlands”, una deriva vital sostenida por un primer round ganado a la muerte, “Ain’t talkin’”, alegórica y más literaria que hermética, o “Tempest”, una macro y microhistoria del hundimiento del Titanic; todas superando los 13 minutos, esparcidas en sus álbumes recientes y concebidas en los últimos veinte años. De manera explícita, y por ello algo sorprendente, en Rough and Rowdy Ways Dylan retoma esas investigaciones y las fusiona con la escritura conclusiva de una historia, su historia, la historia.
Sin duda que la primera canción que se nos viene a la mente, cuando pensamos en esa modalidad creativa en Rough and Rowdy Ways, tiene que ser “Murder most foul”. Cierre del álbum y de nuevo por encima del cuarto de hora, no solo es que se vuelque sobre la muerte de John F. Kennedy (un distante momento pivotal en la carrera del propio Dylan), o que cite hitos pop de la última mitad del Siglo XX, sino que parece reflexionar sobre la historia cultural de los Estados Unidos a partir de ese entrecruzamiento, y cómo lo avista el espectro que Dylan conjura desde un Cadillac negro. El asesinato de Kennedy es, por buenas razones, la teoría conspirativa favorita de los boomers estadounidenses. De algún modo marca el fin de la inocencia para parte de esa generación, que o bien vio en JFK una posibilidad de transformación democrática de su país o descubrió mecanismos oscuros operando para evitar precisamente algunos de esos cambios desde el interior del sistema. Es posible que la retirada hacia la nostalgia que parece caracterizar la etapa otoñal de esa generación encuentre sus raíces en ese incidente. También la industria de la celebridad, que buscó reemplazar, con las formas correctas del consumo, la construcción de la identidad y la elaboración ideológica. Una superestructura que hemos heredado incluso los nietos de esos jóvenes que Dylan ve sacudirse el luto para tomar la mano de los Beatles. También John F. Kennedy atestigua ese futuro-pasado, escuchando a Wolfman Jack en el estéreo de un coche. Su acompañante intenta explicarnos que el repertorio sentimental de su estirpe se conjuga así, dedicándole una canción a la Primera Dama ahora viuda o buscando la paz en un enlatado pop. Atrapados en ese bucle, Kennedy, el narrador, su tiempo, no consiguen irse. Ahí está la clave de este disco, tan necrológico. Despreocupado por discutir en público su salud o situación personal, Bob Dylan recupera la sabiduría del trovador folk que alumbró su carrera. El joven que escribió "Seven curses" y entendía que la verdadera maldición era no morir. O en el caso de este disco, habría que agregar, no morir con tu época.